Estaba solo en casa. Se podía escuchar el murmullo de las paredes contando su historia. Se hallaba sentado en el suelo con un pincel en la mano temblorosa, lloraba de asco. La pintura cubría el suelo violentamente. Había pateado los botes por toda la habitación manchando todo lo que a su paso encontrara inmaculado. La siniestra mezcla de colores dibujaba estructuras caprichosas sobre el piso y las paredes con primitiva rabia.
Las formas que contenían sus cuadros habían sido liberadas de los lienzos mediante la acción de un exacto, su filo había cortado toda posibilidad.
Todo vestigio creativo ahora se remontaba a otro lugar. Se miró sentado en el centro de toda esa marea, transpirando con fuerza.
La sangre corría sin miedo escrutando su mano para luego precipitarse a la nada. Sin quererlo, había decidido dejarse llevar por un segundo de su habitual frustración.
Se había pasado toda la tan conocida tarde con su tan atormentada mente. Mientras pintaba su autorretrato, con toda premeditación dejó que se infiltrara en su cabeza el sentimiento enfermo, que desde hacía varios años, lo había estado carcomiendo. Repentinamente todo el ambiente se llenó de una paz artificial, el recuerdo de ella levitaba en la habitación. Se sintió sumergido dentro de algo dulce, experimentó un arrebato de agresiva ternura. El pincel cayó de su mano y las lágrimas comenzaron a ahogarlo. Lloraba con una pasión dolorosa, temeroso de que el autorretrato del lienzo lo reprendiera y lo sacrificara a la indiferencia. Se sintió triste sin remedio, solo por todas partes, negándose a olvidar lo que lo había mantenido vivo hasta ese momento. No tenía la voluntad necesaria para sepultarla a ella y a sus estúpidas tragedias cotidianas, no podía permitir que se corrompieran sin más.
Continua con la tortura…