La importancia de ser un Don Nadie

La fobia social

Confieso ser un un fóbico social. Mi enfermiza propensión a tratar de evitar el ridículo es tan grande como la alegre soltura con que OTROS lo buscan. A raíz de este problema, trato de evitar siempre el contacto con la gente; no me gusta ser el centro de atención y mi meta suprema es pasar siempre inadvertido en cualquier evento social.

El que me digan que tengo que dar una presentación es para mi un suplicio, me empiezan a sudar las manos, me mareo y me dan retorcijones, eso en el mejor de los caso; Vamos, si hasta cuando voy a un supermercado y una edecán trata de que pruebe una muestra del nuevo yogurt fortificado “La vaca contenta” es suficiente para que me haga el desentendido y la pase de largo sin voltear a verla. Esta condición me ha traído algunas experiencias, no necesariamente malas unas, e interesantemente buenas otras.

Cuando era un niño, debo admitir que nunca fui muy bueno para las peleas, de hecho, nunca me he agarrado a golpes con otra persona, así que estando en la escuela, la única alternativa que me quedaba era ser el punching bag de los demás, y como cabe mencionar que también soy alérgico al dolor físico y aparte no estaba dispuesto a ser el centro de atención que implicaba el que me golpearan enfrente de todos, decidí poner en práctica mis dotes para pasar desapercibido. Al iniciar el descanso agarraba mi libreta y mi lápiz, me metía debajo de unas escaleras y me ponía a dibujar toda la hora; cuando me hablaban me desentendía y no contestaba, cuando descubrían mi madriguera, me cambiaba a otra y así todo el año. Si bien no conseguí que la gente me respetara, al menos conseguí que les diera miedo tratar con un freak y me dejaron tranquilo. Al final del año, un maestro puso una nota en mis calificaciones pidiendo a mis padres que me llevaran con un psiquiatra porque sospechaba que estaba loco. Así, soy de los pocos que pueden presumir la frase: “Dijeron que estaba loco…y mírenme ahora”.

Nunca he logrado estar en un lugar concurrido sin sentir ansiedad ni las manos sudorosas. Para poder ir a un centro comercial o al cine, tengo que hacerlo a las 2 de la tarde de un martes para asegurarme que no irá mucha gente y agradezco infinitamente al cielo los días de clásico de fútbol, ya que me garantiza una baja afluencia en los demás lugares públicos. Aún así no puedo evitar el tener que ir de vez en cuando en horas pico a algún centro comercial y haciendo de tripas corazón me interno entre la muchedumbre rogando no encontrarme con ningún conocido. Por supuesto, cuando me abordan los molestos representantes de tarjetas de crédito que pululan en los centros comerciales y me preguntan: “¿Cuenta usted con alguna tarjeta de crédito?”, les contesto “Sí, gracias” y me paso de largo sin voltear a ver la cara de idiotas que de seguro ponen.

El pasar inadvertido es un arte que uno va perfeccionando con los años y las ventajas son más que los contratiempos. Por ejemplo, a mi nunca me detienen en los aeropuertos para revisar mi equipaje, nunca me registran cuando voy a un concierto y los policías de tránsito, esos benditos personajes que para tantos son pesadillas, nunca me han puesto una multa. Una vez me detuvieron por ir un poco más rápido de lo normal y cuando me abordó el oficial, le dije: “Perdón oficial, pero la verdad es que me dirijo al hospital por que mi madre se encuentra un poco enferma.” Al escuchar esto, un segundo oficial se acercó y le dijo a su compañero: “Déjelo pareja, ¿o apoco usted no tiene madre?” Todos nos reímos y al llegar a la casa le comente a mi madre el incidente, el cual no le produjo mucha gracia.

Sin embargo, la más grande ventaja de pasar inadvertido y parecer buena gente se presenta cuando la vida corre peligro. No he sido víctima de muchos asaltos, tal vez unos tres y en todos los casos, si bien no fueron alegres experiencias, al menos he logrado salir bien librado. Recuerdo una vez que al ir a un cajero automático para sacar algo de dinero de mi primer quincena, me sorprendió un tipo con una pistola para asaltarme, el quería que le diera todo lo disponible en la cuenta, pero después de decirle que esta era mi primer quincena, y que yo estaba consciente de que el necesitaba el dinero, pero que al menos me dejara algo para sobrevivir, me permitió quedarme con 1,000 pesos. Al llegar a la casa y platicarle a mi madre lo sucedido, se alegró mucho de que al menos no le dijera al ladrón que “necesitaba el dinero para mi madre que estaba enferma en el hospital”.

En otra ocasión, al ir caminando con Carlos sentí como una bicicleta se nos acercaba y de repente nos vimos amenazados por dos tipos con cuchilleros cebolleros ordenándonos que les diéramos todo lo que traíamos. En esa época era incluso más pobre de lo que soy ahora y mi indumentaria, especialmente diseñada para pasar inadvertido, consistía en playeras chafas, pantalones de mezclilla “Sergio Valente” y unos viejos choclitos roqueros de “Boutique Rock”; no usaba ni reloj, ni cadenas, ni cartera. Por otro lado, Carlos se vestía a la moda de la época; Chamarra de piel, cinturón de cuero, botas, reloj, cadena, cartera con foto de la novia y dólares dentro. Los dos menesterosos nos empezaron a registrar y yo sólo veía como Carlos iba siendo despojado de todo lo que traía y a mi sólo lograban sacarme unos cigarros “Montana” arrugados, un encendedor y 20 pesos; me quitaron también mis anteojos, que en ese tiempo eran unos horribles armazones de pasta de carbón tan baratos como el resto de mi vestuario. Uno de los ladrones me dijo: “A ver, ponte en la luz para ver los zapatos!” Cuando me acerque a la luz de la lámpara y vieron mis semi-chanlas, sonrieron y dijeron: “N´ombre, este es uno de los nuestros”, por supuesto que sigo sin entender la comparación. Para ese entonces Carlos ya se encontraba totalmente despojado, sin camisa, ni chaqueta, ni cinturón, ni botas, ni reloj, ni cadena. (Y seguramente le hubieran quitado el pantalón si no es porque llevaban mucha prisa) Los dos rufianes después de amenazarnos y lanzarnos sendos insultos, se montaron a la bicicleta y se alejaron. Iban como a mitad de cuadra cuando me animé a gritarles: “Oigan, ¿Podrían regresarme mis anteojos?”, los dos se detuvieron y uno de ellos diciéndole a su compañero: “Es que el compa no ve sin sus anteojos”, se regresó corriendo y me los entregó en la mano. Carlos aprovechó para decirle que si eran tan amables de regresarle a él su tarjeta de identificación, a lo cual el tipo contestó: “A ti no te damos ni madre” y se fue corriendo para alcanzar a su compañero. Ajustándome los anteojos le comenté a Carlos: “Que tipos tan amables, ¿Verdad?”. Esa noche tuvimos que irnos un poco más despacio porque aparte de que Carlos no paraba de voltear a sus espaldas, iba descalzo.

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